sábado, 3 de mayo de 2008

Con la compañía de los autitos de juguetes

Eran las 19:30 de una tarde fría de un miércoles. La plaza, que está ubicada en el barrio de Olivos a unas pocas cuadras de la avenida Maipú, se encontraba bien iluminada, limpia y casi deshabitada. Se podía escuchar con facilidad los ruidos de los autos y colectivos que circulaban por allí. El sonido del agua de la bella fuente que está en el centro de este lugar brindaba una sensación de tranquilidad única. Nunca había estado aquí. Y yo que juraba haber visto otra cosa, de repente sucedió algo inesperado. Ubicado cerca de una de las esquinas de la plaza, estaba sentado Pablo, un pequeño de no más de 10 años, delgado y con el pelo corto de color oscuro. Llevaba puesto un par de zapatillas grises, pantalón largo negro, una campera marrón y una mochila roja de los “Power Rangers”. Había algo que me llamaba poderosamente la atención de este chico y tenía que ver con lo que estaba haciendo. Jugaba con cuatro cochecitos de juguete y los arrojaba delicadamente por el piso, de un lado al otro. Cuando terminaba de lanzarlos a todos, se levantaba para buscarlos. Una y otra vez. Pareciera que no se cansaba de hacerlo y no le prestaba atención a otra cosa que no fuera en esos pequeños objetos con ruedas en su parte inferior. Demostró esto cuando un adolescente pasó corriendo por delante suyo con la música de su celular a un volumen alto, lo que podía haber llegado a interrumpirlo. Sin embargo, como si nada hubiera ocurrido, Pablo continuó con su asunto. Cualquier chico de su edad podría tener miedo si estuviera solo en la plaza a estas horas. Pero él no, aunque no tenía una sonrisa en su cara y se lo notaba pensativo. ¿Qué lo llevó a estar en la plaza? Me dijo que se había peleado con su madre. “Discutí con ella porque no me dejó ir a jugar a la play station con unos compañeritos del colegio. Siempre cuando estoy mal, vengo acá a jugar con mis autitos que los adoro y me hacen tranquilizar muchísimo”, agregó. Pablo se retiró de su casa cuando su madre fue a bañarse. Él, sin avisarle, atravesó la puerta y huyó hasta aquí. En esos momentos a Pablo se le cayó una lágrima y continúo jugando con sus cochecitos. Arrojó a uno de ellos con fuerza contra un poste de luz cercano y en seguida se levantó para verificar si se rompió. Pareciera que no, porque ríe. Al acercarse unos perros a él, se detuvo. Los miró desconfiadamente, pero en seguida se animó a acariciarlos. Se le esbozó una sonrisa y ya no se siente tan solo. Sin embargo, al rato los caninos vuelven con su dueña que se encontraba llamándolos a unos metros de allí. Pablo decidió levantarse del piso y fue hacia donde estaban las hamacas. Se subió a una de ellas y se movió con velocidad por varios minutos. La cara de preocupación se diluye. De repente, una cálida y lejana voz se oyó desde la calle y una señora alta de unos 40 años se asomó. Era su madre. Pablo, emocionado, descendió rápidamente de la silla a abrazarla. Ella se disculpó con él y le prometió que la próxima vez le daba el permiso para ir con sus amigos. Él, a su vez, también le pidió perdón por haber venido sin anunciarle nada. Pablo regresó hasta el lugar en donde habían quedado sus autitos. Permaneció quieto por un instante observándolos con delicadeza por última vez y los metió en su mochila. Su madre le dijo que se apurara porque se le cerraba el almacén y él se retiró con una inmensa sonrisa en su rostro, creyendo en que siempre podrá contar con sus cochecitos en los momentos de angustia y desolación.